Monday, November 10, 2008

presidentes sin apellido

La tendencia a eliminar el apellido en la referencia a presidentes o aún a dictadores ("Cristina", "Tabaré",... anteriormente "Fidel") sugiere una especial relación íntima y personal con el poder. Una relación que es falsa. Tal relación puede resumirse en una sola idea: anti-republicanismo.

La "res publica", el conjunto de intereses de la comunidad representada por sus instituciones de gobierno y administración, no es personal, no es propiedad de nadie. Esto debería requerir un cuidado especial en la representación de ese carácter abstracto y diferente. Ese carácter abstracto reclama formas de protocolo que alejen y formalicen la relación entre gobierno y ciudadanos. Esos mecanismos retóricos de representación protegen, a la vez, a los ciudadanos y al gobierno. Al final de este post me referiré a esa protección. Antes: ¿qué diablos significa la pérdida del apellido?

Los discursos contemporáneos que ignoran el republicanismo –que fueron provocados y justificados, esto no debería olvidarse, también por la corrupción y el mal uso que gobernantes supuestamente republicanos y liberales han hecho del poder que la ciudadanía les confió— parecen optar por diversos niveles de personificación del poder. Dado que los mecanismos abstractos de representación de los gobernados defraudaron a la ciudadanía, entonces la solución inmediata y fácil es crear una ficción útil y agradable: que los gobernantes son personas cercanas al "pueblo", "parte del pueblo"; que sus decisiones se toman de un modo simple, inmediato, y que el sentido común popular los guía para ir eligiendo lo agradable, lo evidente. Los gobernantes que de alguna manera construyen esa clase de pacto con sus ciudadanos obtienen, como recompensa, la pérdida del apellido: ya no son "señores" o "señoras" que presiden tomando responsablemente decisiones difíciles, decisiones que, si son tales, tienen que afectar y aún perjudicar a una parte de la población, aunque sea temporariamente, en beneficio de metas colectivamente deseables. Se trata de un pacto entre el "pueblo" y un presidente íntimo y cercano, familiar a ese "pueblo", que no tiene, por tanto, apellido.

Tal pacto es falso, porque parte de dos abstracciones inexistentes e imposibles: la abstracción personalista de que un presidente puede ser "cercano" a la nación que gobierna, y la abstracción romántica "pueblo" como un conjunto de algún modo unitario de intereses y deseos. La consecuencia de ese pacto no se hará esperar una vez que el mandatario tome las decisiones difíciles que tendrá obligadamente que tomar: los gobernados sentirán esas decisiones como una traición personal, en la cual, a la habitual dificultad de soportar sacrificios, se agregará la sensación de haber sido defraudado emocionalmente. En un mundo en el cual la idea de derechos se acentúa incansablemente mientras se borronea la de obligaciones, tal frustración emocional parece cada vez más justificada.

Ante este panorama, que los gobernantes naturalmente perciben de inmediato en toda su complejidad, el que conduce el gobierno es encerrado en dos opciones: o acepta el pacto de intimidad con sus ciudadanos, lo cual limitará fuertemente sus posibilidades, o no lo acepta. La segunda opción se vuelve más difícil en la medida en que el pacto también presenta beneficios aparentes para el gobierno, que se traducen especialmente en una mayor confianza de los gobernados, puesto que éstos ahora basan su pacto no en la confianza en una ley abstracta que todos por igual (presidente y ciudadanos) deben respetar y honrar, sino en una especie de relación familiar. Esta relación "familiar" instaura a Edipo en el poder. Es una relación copiada de aquella que los ciudadanos individualmente hayan aprendido a tener con un familiar cercano que les inspirase íntima confianza (figura que arquetípicamente, es algo así como la de una madre). Esa mayor confianza tiene una primera consecuencia en la administración: afloje de los controles. Es más, aquellos miembros de la administración que quieran controlar, aplicar las formas normales de contralor, serán vistos generalmente de modo negativo. Lo serán, porque al ser la relación gobernantes-gobernados construida como una relación de confianza, el control se siente como una agresión a tal creencia, a tal confianza. Confianza que, en el mundo de las representaciones imaginarias de lo político, se traduce en creer en gobernantes que reúnen todas las cualidades y virtudes, y que por eso mismo, no precisan de ningún control.

Si el gobernante sigue la línea de menor resistencia, y no contradice el discurso instaurado acerca de su relación íntima con su "pueblo", entonces empieza a operar arquetípicamente como una madre cálida y permisiva. Si cree que tal retórica lo llevará a buen puerto, su destino dependerá de condiciones externas.

En efecto, la pérdida de la coraza republicana –que instaura una distancia ceremonial al tiempo que exige austeridad en las formas de representación del poder, pues el pacto es de igualdad de esfuerzo y obligaciones, y no de una falsa intimidad— llevará al presidente a evitar tomar decisiones duras, por lo cual su gobierno y su estabilidad dependerá de condiciones externas a su nación. Y si de todos modos toma esas decisiones duras, el pacto de falsa intimidad tiende a impedirle hacer una comunicación adecuada de las mismas. Esto es nefasto, porque aun las decisiones correctas serán neutralizadas por la falta de compromiso de la ciudadanía con ellas. En efecto, en una república sana, la ciudadanía reacciona como un adulto, y sabe que las naciones se van haciendo con esfuerzo. En cambio, en una república edípica, la ciudadanía tiende a reaccionar como un adolescente. El discurso que predomina es el que confirma a los ciudadanos en su molestia cada vez que se les pide algún esfuerzo. Los ciudadanos se quejarán y sentirán que el gobierno no los entiende en sus interesantísimas individualidades y en sus esfuerzos cotidianos, aún cuando lo que el gobierno esté pidiendo sea, quizá, un tipo de esfuerzo diferente.

En un pacto republicano, los ciudadanos saben que tienen derecho a reclamar transparencia y verdad sin anestesias. Si el país enfrenta dificultades, estas deben ser comunicadas tal como son por el gobernante, el cual debe pedir de los ciudadanos el sacrificio que haga falta, y dar el ejemplo trabajando al máximo y evitando al máximo los gastos superfluos en la administración. Es por eso que el discurso de control de la fiesta burocrática es tan importante en un pacto republicano, y está tan groseramente ausente en los nuevos pactos falsamente íntimos en que estamos viviendo, en los cuales, al contrario, la ficción de cercanía hace a los mismos gobernantes creer que pueden confiar en los funcionarios "de confianza" más de lo que realmente deberían.

En las nuevas repúblicas familiares a las que nos vamos acostumbrando en el Cono Sur y en otros sitios, los presidentes sin apellido, víctimas de su falta de apellido, tienen cada vez menos espacio para exigir, para dar ejemplo, para orientar. Estas cosas son vistas como formas "patriarcales" que algunas variantes ya algo vetustas pero todavía pataleantes de los discursos simplificados sobre la [importante meta global de] defensa de la diversidad condenan sin equilibrios. En cambio, el espacio que los presidentes sin apellido tienen es uno que los esclaviza a ser agradables, a ser suaves, a vivir con sus gobernados en una ficción de intimidad que, a mediano plazo, no conduce a ningún sitio, salvo a la traición y a la desazón íntima de todos.

Por eso mismo, las formas abstractas del republicanismo, tan poco entendidas en los últimos tiempos, y que son vistas como excesivamente "formales" o "patriarcales", lejos de ser instrumentos de opresión, serían instrumentos de libertad: protegen a ciudadanos y gobernantes de una intimidad que no es funcional a las relaciones de poder.

El poder no es agradable, ni es amable, ni es cómodo. A lo sumo, puede ser benéfico, cuando es usado sabiamente, lo cual no es poco –de hecho, es todo lo que un país puede esperar de él. El gobernante que busca el amor directo de su pueblo es un tonto de corto plazo. Tal cosa –el reconocimiento de toda una nación a un hombre solo—es algo que, si llega, sólo llega cuando la nación consiguió perspectiva histórica para valorar a esa figura que, en momentos duros, no le mintió facilidades que no existían, sino que le habló con la sobria seriedad de quien tiene más información y quiere usarla en favor de la mayoría. Los gobernantes que empiezan por aceptar perder el apellido arriesgan perder, en su torpe imitación de una relación con sus gobernados mediática y de "celebridad", todo lo que los legitimaba en el ejercicio del poder. Es la ciudadanía misma la que, ofendida y traicionada en sus confusos sentimientos, los derriba y los olvida rápidamente.

La situación actual se generó, en buena parte, por una justificada desconfianza de los ciudadanos en la retórica tradicional de los gobiernos democrático-republicanos, los que en diversas ocasiones aflojaron su trama y traicionaron la confianza del ciudadano, que vio cómo el discurso se vaciaba por la corrupción de los gobernantes. Esta falta de confianza fue compensada por un exceso de confianza imaginaria, la creación de nuevos pactos en los que se intenta acercar ilusoriamente al poder sobre la base de una petición de principios de confianza íntima. Esta salida fue compensatoria y a la larga tiene que fallar, porque se basa en formas imaginarias que no se corresponden con lo que ocurre en el ejercicio del poder.

Una salida posible a esta situación sería la búsqueda de nuevos pactos que acentúen la desconfianza mutua entre ciudadanos y gobernantes. Siempre es más sano que el ciudadano se sienta un poco solo, y un poco enfrentado al gobierno. Nada bueno se hizo históricamente cuando los ciudadanos creen que alguien le va a sacar las castañas del fuego. Un buen primer paso sería que cada ciudadano se convenciese de que tiene que desconfiar del Estado y del gobierno, y no esperar mucho de ellos. A continuación, encontrar de nuevo las formas maduras y eficaces de entenderse con esos gobiernos. Esa desconfianza, pues, tiene que ser satisfecha con el relanzamiento de formas institucionales de control del gobierno, fuertes y eficaces. Más control, menos poder relativo para cualquiera, más checks and balances, y mucha menos falsa intimidad.

Sunday, October 12, 2008

El Zombi

3 de abril de 2007

mzz

El Uruguay tal como se lo ha conocido ha terminado, y otra cosa no se decide a comenzar. Sería bueno apurar el entierro del país que fue –en pocas palabras, la sociedad amortiguadora que observó Real de Azúa; al menos, enterrar la legítima nostalgia por el país que fue. Resulta menos importante debatir acerca de la dimensión cierta de virtudes y defectos de ese país que fue. En otro momento, más amable a la historia y la rememoración, se hará esa tarea, como siempre la ha hecho este país fecundo tanto en historiadores, como en personas que miran para atrás. Pero un momento de quiebre, de derrumbe y construcción, un momento potencialmente de cambio (y no me refiero en particular al cambio únicamente virtuoso que ha proclamado y viene proclamando el gobierno) no es un momento adecuado para seguir haciendo balances, y mucho menos para condicionar nuestra orientación futura a lo que decidamos acerca de nuestro pasado. Muchas veces la justa contemplación de las virtudes viejas arruina la voluntad de hacer, a la vista de las que se juzgan entonces como pobrezas presentes. El texto que sigue aquí a modo de epílogo no tiene la menor intención de ser analítico, ni sereno, ni amortiguador, ni equilibrado. Esas imprescindibles virtudes cívicas –no siempre literarias- se han cumplido y cumplirán en otros espacios. En cambio, se trata en de apuntar a los grandes rasgos de la hegemonía imaginaria, indiferente a republicanismo y liberalismo, en la que el país se ha embarcado.

* * *

1. El liberalismo es originalmente un estado de ánimo rebelde, revolucionario. Obtiene su salud y su fuerza, entre muchas otras cosas, de aquello que le dio origen: el deseo de explorar libremente nuevas dimensiones de la existencia, oponiéndose a la doxa, a la opinión común, a lo aceptado. Si la Apología de Sócrates es el primer texto del liberalismo universal, eso muestra que el deseo de un individuo de defender lo que siente como universalmente humano dentro de sí tiene como correlato el siempre renovado impulso de decirle no a las creencias de grupos o corporaciones. Este texto alimenta una mal disimulada esperanza: que también en el Uruguay existan, aunque no se los vea a menudo, individuos. Es decir, rebeldes políticos que en lugar de estar contentos con este imaginario que actualmente hegemoniza la sociedad local –imaginario que comenzó siendo sesentista-revolucionario, y ahora es, dicho en uruguayo, “progresista”, busquen el camino de proponer unos principios y un talante distintos, disonantes con respecto a la medianía de verdades aceptadas en que se mueve una mayoría en los últimos años, si no décadas. Pocos de los progresistas que ocupan el espacio público dejan de observar la “herencia maldita”, el modo en que “recibieron el país. Pocos de los que conozco tienen, sin embargo, la abierta grandeza de reconocer en público –aunque a veces lo hagan en privado-, todas las ventajas y virtudes de ese país que recibieron. Corresponde entonces hacer examen sobre el autodenominado progresismo, la corriente ideológica e imaginaria hegemónica a nivel cultural y social en el país de los últimos años.

2. El progresismo uruguayo no es el socialismo uruguayo, no debe equipararse con nuestros viejos partidos de ideas. El socialismo y el comunismo, la democracia cristiana, o el anarquismo uruguayos tienen una larga historia. Son ideales quizá admirables, e ideas sociales y prácticas que se han demostrado falsas y equivocadas, por las cuales ha vivido y ha muerto bastante cantidad de personas. El progresismo es una cosa muy diferente, aunque de momento aliada a lo anterior. El germen del progresismo no empieza a existir en el Uruguay sino a mediados de los años cincuenta.[3] Si bien no todos los progresistas son burócratas estatales, el burócrata estatal es su arquetipo y su horizonte ideal. El progresismo no es el socialismo ni el comunismo, ni mucho menos el anarquismo: es la expresión ideológica y el tono estético, kitsch e inviable, que brota de la angustia existencial y de la improductividad crónica del burócrata. El progresismo ha surgido y se ha elaborado a lo largo de la segunda mitad del siglo 20 uruguayo como una lenta y larga capacidad de simulación y adaptación. Es un zombi, caracterizado por habitar cuerpos vivos con ideas muertas. Paradójicamente, y aunque suene absurdo, puede ser el enterrador del Uruguay, o su principal agente de cambio y re-sintonización con una cultura global. Esa alternativa está abierta aún.

3. Al principio, en los años cincuenta, tal existencialismo burocrático de tono autocompasivo se creyó en situación interesante. Creyó entonces que lo que había que hacer era oponerse a una supuesta perversión del Estado oriental ocurrida debido al clientelismo y al aflojamiento de las exigencias de excelencia que habían caracterizado al país entre 1904 y 1933, a manos de algunas formas de corrupción y el amiguismo. Unos, quizá, intentaron volver a aquel primer batllismo, anticlientelista[4]; otros, más fuertes y trágicos, querían, honestamente angustiados quizá por la completa oficinización de las almas, liberarse por la violencia revolucionaria. Los primeros buscaron pensar y elaborar una nueva crítica cultural, ideológica y económica del Uruguay. No sé si lo consiguieron, pero sí consiguieron crear nociones verosímiles, ideologemas de largo aliento (los contenidos acumulados del cuarentaicinco-sesentismo) que recientemente han florecido en el poder. Los otros se buscaron una épica. Buscaron con lupa en el territorio de un país con estándares de vida e institucionalidad en general más que altos –tanto en 1950 como en 1970-, encontraron a los cañeros de Artigas, y encontraron una épica que luego regaron son su propia sangre y con la de otros ciudadanos que se les pusieron por delante. Aquel primer despertar de las semillas del progresismo ya tuvo su visión y sus poetas. Expresaban éstos una peculiar tonalidad chirle, característica de la oficina en la que las fuerzas vitales de los buenos liberales uruguayos del siglo 20 empezaban a lanzar sus lamentos por el horrible sinsentido de tener que vivir una existencia a la vez kafkiana y periférica.

4. Pero aquel país no era ni por asomo el país de comienzos del siglo 21, cuando el progresismo se relanza con una fuerza ya imparable. En el largo período intermedio, el progresismo -sustancia ideológica del burócrata conservador oriental- que no se llamaba tal, fue buscando “acomodarse” con y a las diversas situaciones políticas. Es razonable pensar que el progresismo tiene que haber vivido bastante cómodo bajo la dictadura. Si bien hubo algo de persecución dentro de las oficinas públicas, ésta fue dirigida contra los militantes de los partidos de ideas, no contra el burócrata que lo único que quería era seguir cobrando su salario y subsistir en su semi-áurea medianía.

5. El progresismo se confunde con un concepto absolutamente central al uruguayo medio: la sensación de seguridad. No hay nada que horrorice más a una parte significativa de los orientales que la noción de que hay algo en el futuro que no está garantizado. Si bien el Estado ha hecho mucho, muchísimo, para crear ese sentimiento y para potenciarlo, el hambre de seguridad a que me refiero trasciende, en el Uruguay, al Estado: se trata de un axioma de vida que adquiere ribetes totalitarios, generando un sentimiento anti-trágico de la vida que está entre lo más feo que, en términos de ambiente, ha producido nuestro enclave sudamericano.

6. El proceso de producción de esa obsesión temerosa ha sido largo. Debido entre otras cosas al olvido y al desprestigio absoluto de la noción de excelencia en nuestro país –olvido que está vinculado, a su vez, con el cada vez menor roce internacional de nuestra gente, debido a su vez al papel cada vez más marginal jugado por Uruguay en la región y el mundo-, el nivel medio general de los conocimientos y capacidades locales ha ido descendiendo mucho, así como ha descendido el manejo, por parte de los orientales, de los códigos de comunicación que se manejan a nivel global. La elite uruguaya que se acostumbró a alternar con dignidad en muchos de los círculos más selectos de la diplomacia, la política, la cultura y el comercio internacional, es cada vez más reducida, envejece, y no es reemplazada por funcionarios y ciudadanos de nivel comparable. Los nuevos códigos del mundo global, acuñados en el espacio del intercambio de información y la competencia por la colocación de productos y saberes, que transcurre en inglés y de modo virtual, se hace lejana para una sociedad que abjura de la globalización, y que al tiempo que no lo entiende, rechaza el inglés. Junto a ese descenso, la vaga conciencia de no ser capaces de competir ha ido creciendo de modo inversamente proporcional. Más provincianos cada vez, menos acostumbrados cada vez a alternar en esa sopa cosmopolita en la que consiste el mundo global, el uruguayo medio se recluye en sus subgrupos estables (no tanto tribus urbanas dinámicas, sino subgrupos estables), construye estrategias de reaseguro. Dentro de fronteras, el extranjero sigue siendo un extraño (pese a que el Uruguay se quiere ver a sí mismo como país turístico), como lo es el que no participa de los rituales culturales masivos de autoconfirmación (la característica esencial del Uruguay presente), desde el carnaval a los Pilsen Rock, en donde todo lo que se dice está previamente aceptado de modo masivo e inconsciente, y eso que se dice no cuestionará nada de lo previamente aceptado. El grupo de referencia, los amigos, los parientes, los que sostienen las mismas ideas en la facultad, los hinchas del mismo equipo de fútbol, los miembros de la misma patota, los mismos riffs de las mismas bandas, son el horizonte. Las instituciones educativas serias, el deseo de excelencia, la iniciativa privada, la competencia, la ganancia, el cambio de lugar, la discusión religiosa o de valores, vienen todos a desafiar ese mundo, igual que las ideas disonantes dentro del espectro político obligan a discutir. Nada de esto es bienvenido.

Así se construye tal sopa ideológica roma, tales prácticas culturales autoconfirmatorias. Ese es el progresismo: el más grande éxito contemporáneo de la autoconfirmación uruguaya, nuestro deporte nacional por excelencia.

7. Luego de 1985, pasada una dictadura en la que vivió bastante cómodo, el progresismo siguió ajustándose, tratando de medir y asignar su voto de acuerdo con las expectativas ligadas a su factor central: la seguridad. ¿Quién me ofrece un mínimo de dignidad personal, y me asegura un máximo de estabilidad imaginaria? ¿Quién me ayudará mejor a autoconfirmarme en lo que soy ahora, incluyendo mis perennes quejas y lamentos por lo que soy ahora, que emito como parte de mi estrategia de no modificarlo un ápice? Ese será el político votado.

8. El Uruguay no es un país que tienda al socialismo. Bien al contrario, tiene férreamente atornillados en su imaginario los principios más concretos y materialistas de la revolución burguesa. Desordenadamente menciono algunos: propiedad privada (no la ajena, sin embargo, sino solo y miopemente la propia), derechos y fueros individuales –especialmente la sagrada inviolabilidad del hogar-, respeto religioso y formal al voto, concursos y mecanismos sistemáticos para el acceso a cargos. Ilusión de que la democracia directa (que raramente practica independientemente y defendiendo sus propias ideas, sino haciéndose parte de una agrupación y votando en asambleas previamente “cocinadaspor sus dirigentes) es el procedimiento legislativo con el que más se identifica. Todos esos son aspectos litúrgicos de la religión local. En cambio, las contrapartes más ideales que acompañan, en las democracias desarrolladas, a tales principios están conspicuamente ausentes: centralidad de la responsabilidad individual; desarrollo del pensamiento propio; solidaridad (no institucionalizada, macro y publicada en la televisión, sino capilar, concreta, diaria, solidaridad personal y micro); asunción de los propios deberes respecto de la comunidad; vigilancia respecto del cumplimiento de sus deberes por parte de los demás ciudadanos; protección del que protesta, se rebela, o es distinto (por supuesto que no constituyen rebelión alguna las huelgas cotidianas, ni las ocupaciones, ni el rito de la discusión presupuestaria: ese es el establishment ultraoficial, el rito social uruguayo por excelencia); confianza en las propias fuerzas y desesperación respecto de cualquier ayuda externa; fe en principios superiores; respeto no hipócrita a la opinión divergente o discrepante. Instancias concretas de cualquiera de estas admirables virtudes liberales son muy difíciles de observar en el Uruguay del siglo 21.

9. El progresismo, para seguir con la breve ficción narrativa histórica que nos distrae ahora, encontró su momento, tomó su decisión y asumió el poder del Estado, precisamente en aquel momento –luego de la crisis de 2002- en el que, quizá por única vez en décadas, sintió seriamente afectado aquello que lo mueve: su sensación de seguridad. La famosa exclusión social de que nos hablan nuestros sociólogos, completamente real, podría estar en parte vinculada a la ruptura de las estrategias secundarias de supervivencia que el Estado de bienestar uruguayo, aún maltrecho, permitió hasta bien entrados los años 90 del siglo pasado. Me refiero a cierta clásica figura, mujer u hombre maduro de barrio uruguayo, que tiene quizá un pequeño empleo, pero que vive inserto en una familia en donde casi siempre hay algún tipo de ingreso estatal, pensión o jubilación –es decir, un ingreso que no depende frecuentemente de la realización de un acto productivo, sino de una erogación hecha por el Estado en ese ciudadano, de acuerdo con un bizantino sistema de derechos adquiridos, generalmente por otros, generalmente en el pasado lejano- que ayuda a salvar al grupo de la indigencia.

La crisis de esa clase de grupos sociales, esa clase de familias orientales en donde la creatividad y la iniciativa individual no están en el centro de los esfuerzos, sino que es la unión familiar la que salva el día a día, ha sido factor importante en el crecimiento del progresismo actual. Habiendo caído esas estrategias familiares de sobrevivencia, esos grupos tienen escasos reflejos y músculos para tender hacia lo que habría que tender: capacitar más y mejor a sus miembros en edad de hacerlo, educarse para poder sobrevivir. Su baja formación y su estrategia de miras cortas los han puesto en una situación desesperada. Perdidos los hábitos de trabajo, es más difícil volver a trabajar aún cuando la oferta de trabajo exista. En cambio, el reflejo de estos ciudadanos, completamente natural y racional considerando las condiciones dadas, fue tender hacia aquel que les proponía la vuelta a un pasado que se percibía como más seguro.

10. En esta perspectiva, el progresismo no tiene ninguna relación con la “izquierda” ni con la “derecha (dos términos absolutamente huecos, pero que encantan a los progresistas, pues el poder decirse “de izquierda” da cierto prestigio social agregado en el país): tiene relación con la seguridad y con el miedo; con la incapacidad, fortalecida por décadas de burocratización mental de generaciones, y por tanto no totalmente imputable a los individuos actuales, de pensarse individuo antes de pensarse uruguayo. Uruguayo, es decir, dependiente de un pasado estable, y fiero defensor de un estatus quo paupérrimo en términos espirituales y humanos.

11. Pero no hay ningún movimiento imaginario que pueda existir si se presenta a los ojos de su público y sus potenciales seguidores como un mero movimiento de defensa de la seguridad y de la negativa a someter a control los privilegios adquiridos. Tal engendro político no despegaría del piso en ninguna hipótesis, porque todos queremos ser parte de algo mayor y más bueno. Por lo tanto, el progresismo se ha apropiado de la épica de la izquierda histórica, y en el mismo mágico movimiento omniabarcador de virtudes supuestas o reales, se ha convertido en el más firme defensor de todos aquellos principios que tengan una apariencia de prestigio. Cada uno de los conceptos de uso colectivo que el Uruguay ha sido capaz de inventar en su historia reciente y remota, y que tocan alguna fibra ética o moral, tienen su expresión elocuente, a veces grotesca, en el progresismo. Así es que el progresismo se presenta a la vez como el defensor del Batllismo “verdadero; hace un tiempo intentó hacerle un homenaje a Wilson Ferrerira; pretende ser la culminación y fase superior de un artiguismo insoportable y totalitario en sus virtudes supuestas y megalómanas; aunque odia el positivismo liberal del XIX, sigue enarbolando el retrato de José Pedro Varela; es antimperialista y ha olvidado a Rodó; es la quintaesencia del lugar común, pero se identifica con Herrera y Reissig; se presenta, a la vez, como el defensor del laicismo, de la bondad conflictiva que autoproclamó alguna vez la teología de la liberación, de la sagrada institucionalidad democrática, y de la épica tupamara, entre muchas otras cosas que puedan tener algún marketing ético en nuestra confusa sociedad.

12. Al hacer esta maniobra de apropiación de capitales simbólicos, además, el progresismo ha concluido por liquidar de una vez para siempre la estrategia política de los partidos tradicionales de la izquierda. Lo que comunistas y socialistas intentaron con creciente éxito desde los tempranos años sesenta, es decir, la creación de frentes de masas en donde se aliaban a diversos compañeros de ruta –con la deliberada y explícita intención de ganarlos para ulteriores fases del proceso revolucionario, o en caso contrario, traicionarlos sin más llegado el momento en que las contradicciones se agudizasen-, se ha cumplido de una manera bien dialéctica: con la absorción completa de tales partidos socialista y comunista en un movimiento que, encabezado por los “compañeros de ruta, ha procedido a la liquidación de todo proyecto de cambio revolucionario, si es que tal cosa alguna vez existió. El Estado, sus funcionarios, sus gremios, pero sobre todo la ideología de seguridad y medianía ante todo que los progresistas han inoculado a todo nivel en la sociedad, son la locomotora del movimiento, y arrastran tras de sí, a los tumbos de una perenne rencilla interna por poder y figuración, a los viejos partidos de ideas de la izquierda. El progresismo como ideología se apropia así de aquellas cosas en las cuales otros, antes, han creído sinceramente, para enarbolarlas como una bandera propia, cuando ya, en este siglo XXI global, esas creencias han caducado en su viabilidad real. El progresismo es miríada de bacterias fúnebres que actúa sobre el cadáver más o menos respetable de las viejas luchas sociales: sus acólitos repiten como zombis consignas de hace 40 y más años, aprenden y se alimentan de la rígida ritualidad de los militantes de los sesenta, aunque ya no se les ocurre ninguna idea viva, casi ninguna metodología novedosa. Cometen el error de discutir ideológicamente problemas prácticos en los que va la vida del país y la comunidad. Sin embargo, en lugar de idealistas son cínicos; el ansia ferviente de una sociedad realmente mejor que quizá los movió antes, o movió a sus padres y abuelos, les es ajena, aunque ellos entienden sin duda mejor cuáles son los mecanismos reales del poder social, sindical y político, y lo que hay que hacer para conseguirlo y mantenerlo. Quizá por eso cada vez más militantes y ex militantes de la misma izquierda dan lentamente la espalda al progresismo, con una sensación de haber sido, de alguna manera, traicionados. No implico con esto que los ideales de la antigua izquierda sean correctos y viables: creo que no lo son, que están equivocados. Pero eso no debe hacer desconocer la hondura vital de los valores de las anteriores generaciones de la izquierda tradicional, en comparación con la tendencia a una pragmática del poder por el poder mismo, marca característica del progresismo. En resumen, para conseguir la especie de unanimidad imaginaria que lo caracteriza, el progresismo ha engullido –y por ende, desnaturalizado- una cantidad de capitales simbólicos y éticos que en otros contextos y momentos fueron dignos de respeto. El progresismo genera un rechazo visceral en los no-progresistas, no porque proclame en sí principios o ideales particularmente indeseables, sino, quizá, porque se apropia y destruye los ideales ajenos, degradándolos al hacerlos propios.

13. Una desagradable repetición de una idea injusta ha caracterizado al progresismo, ya desde antes de su acceso al poder: la idea de tener el monopolio de las virtudes; la idea, elaborada bajo el ideologema de la “herencia maldita, de ser algo infinitamente diferente, y esencialmente mejor, que todo lo anterior; la idea, no solo antihistórica, sino estéticamente repulsiva, de que el monopolio de los errores y los vicios ha estado siempre en “los partidos tradicionales”. La deliberada, crasa, estentórea ignorancia respecto de la contradicción que significa añorar el temprano Welfare State uruguayo y abjurar del Partido Colorado. El desafine mental que implica apropiarse del capital simbólico asociado a la épica del Partido Nacional, a la vez que secretamente se desprecia a tal colectividad como una versión de segunda mano, y algo perdedora, de la misma ideología socialdemocrática y liberal defendida por los colorados.

Esta, la de vivir de la derogación moral de los que hicieron el país y le dieron su estado de bienestar pasado y hasta cierto punto aún presente, es una de las más notorias patologías del progresismo. Tan notoria, que sólo desde muy adentro del progresismo debe resultar invisible. Esa soberbia con visos de fanatismo, ese injusto ningunear a los que, notoria y masivamente, construyeron el país que se hereda, con sus defectos, pero también con sus íntimas y sentidas –aún por parte de los progresistas- virtudes, no puede ser sino una maniobra compensatoria, que surge de la angustia de saberse dotados de nula originalidad. Esa falta de originalidad viene de la ínsita incapacidad de iniciativa de los progresistas comunes y corrientes, que se han acostumbrado a llevar una vida pequeña.

14. La falta de miras amplias e iniciativa individual del progresista –al menos cuando está en funciones ideológicas- va de la mano con una furiosa obsesión por vivir mirando al pasado. Quiere hacer desaparecer las Afap, pulverizar la reforma educativa, reciclar a diestra y siniestra impidiendo toda obra nueva, tirar abajo la torre de Antel, reiniciar una y otra vez las discusiones de 1986 (y si se puede, de 1968), ganar los plebiscitos que perdió, resetear a Fidel Castro bajo el nombre de Hugo Chávez, volver a la tracción a sangre (le encantan los carritos de hurgadores, que no hace nada por eliminar ni reemplazar por vehículos menos andrajosos), inventar virtudes charrúas que no existieron y darles estatus de rasgos culturales mayas. Cierta obsesión con el pasado es contracara del horror al cambio (que se proclama, no obstante, cotidianamente), que va a su vez de la mano con la conciencia de la falta de preparación personal. Tal miedo al cambio se justifica solo cuando uno siente que cambiar puede destruir el mundo en el que se ha adaptado a sobrevivir. El progresismo es un darwinismo al revés, que procede seleccionando todo lo que puede cambiar la especie, y destruyéndolo sin piedad.

15. En esa maniobra de apropiación, de piratería simbólica de la que son víctimas tanto blancos y colorados como partidos de la izquierda histórica, el mismo progresismo parece sentir el desajuste al que se ve condenado, además de por su falta de iniciativa, por su falta de vuelo histórico, por su ausencia absoluta e irreparable de prosapia. Los símbolos históricos, las armas del país, le resultan ajenas. De ahí el deseo de protegerse simbólicamente, innovando en las cosas pequeñas: crea un nuevo logotipo, un gris y mediano sol naciente o poniente medio tuerto, que intentaría representar a la nueva administración. Lo mismo había hecho ya con el Municipio de Montevideo, dejando el antiguo escudo de la ciudad relegado a la retaguardia semiótica de la Administración. Esta angustia de la influencia que revelan los progresistas no es sino la contracara de su íntima conciencia de ser la expresión zombi, mentalmente automática, del país que fracasó. Se trata de un voluntarismo de creatividad, que sustituye la creación de genuinas ideas y proyectos de largo alcance por la creación de imágenes y nuevos escuditos, y cualquier cambio genuino en la Administración por el traslado de los edificios que representan simbólicamente a la Administración. Es así que el íntimo conservadurismo progresista se ha convertido en una ostentosa “creatividad externa, totalmente marketinera y desagradablemente superficial. Las administraciones comunales de Montevideo del progresismo se limitaron en lo sustancial a continuar, en términos estructurales, las obras de infraestructura planeadas, aprobadas y financiadas en administraciones anteriores. Aparte de ello, en lugar de dedicarse a la modernización de las cuestiones estructurales de la ciudad, ha sido rey del cotillón: equipamiento urbano, peatonales, cartelería, jardinería, placitas, al tiempo que sucumbía a un funcionariocentrismo que viene implicando una plomífera realidad tributaria sobre la población.

16. Se argumentará: era el camino para llegar al poder, y desde allí hacer los “cambios estructurales” que el Uruguay necesitaba. Dos observaciones a esto: por un lado, si se educa a los propios votantes durante décadas en un discurso que se dedica a confirmarles sus equivocaciones, no se podrá luego evitar, cuando se quiera hacer las cosas mejor, que esos mismos que yo he convencido de lo erróneo me consideren una especie de traidor. Segundo, tal educación de una sociedad es un movimiento mutuo y de ida y vuelta entre gobernantes y gobernados. Los gobernantes corren alto riesgo de equivocar el camino cuando comiencen a creer legítimas las visiones equivocadas de sus “bases”. Después de todo, nadie es tan fuerte en su identidad como para ser inmune a la presión de aquellos que le dieron a uno todo lo que uno tiene en términos de poder.

17. Toda la antes mencionada parafernalia semiótica progresista no es, creo, el resultado de una estrategia camaleónica: es probablemente, más bien, el resultado de un mortal y esencial desinterés e ignorancia, que tiene duras y directas consecuencias en el nivel estético. A tantos y tantos progresistas no parece conmoverles prioritariamente el dar lucha por la excelencia. Por añadidura, no se plantean el problema estético y de calidad de vida que involucra y empeora cada vez más (escribo en 2005) al país, su capital, su campo y sus ciudades. Solo les interesa, genuina y hondamente, su propia seguridad, la estabilidad de su mundillo hecho de renunciamientos y de medianías, de compromisos no siempre totalmente éticos. El resultado es un país cada vez más feo, más desaliñado, peor vestido –y no por falta de dinero. Observe el lector la estética del Uruguay al promediar del siglo XX, y sentirá la fealdad y medirá el espacio transcurrido.

18. Los nombres dicen bastante. La históricamente decimonónica, entre hegeliana y positivista noción uruguaya de progresismo, traducida a lenguaje común y cosmopolita significaría, primero que nada, asumir la idea de progreso. El uruguayo progresista, sin embargo, ha aceptado del hegelianismo la idea de que hay un orden, y ha abandonado la idea de que es su propio esfuerzo el que lo hará ser, creyendo que una vaga entidad abstracta, el Estado, lo subrogará en esa tarea. Y a continuación ha olvidado que hizo esas dos maniobras, y ha mandado todo a una especie de inconsciente general que funciona como un policía ideológico automático, filtrando cualquier aproximación a las cosas que no cumpla con esos dos dogmas. Pero jamás los expone o los discute. Una de las características más desagradables del progresismo es su renuencia a discutir abiertamente. Lamentablemente, nuestro uruguayo progresista se equivoca de forma precisa, en ambos casos: el resto del mundo sabe que no hay ningún plan, y sabe que salvo por su propio esfuerzo inteligente, no habrá nada. El mundo exterior al Uruguay no centra su actividad espiritual en hacer huelgas por el presupuesto; en el mundo exterior al Uruguay no hay a quien pedirle la mayor parte de las cosas (y ninguna de las importantes), y solo la capacitación personal e individual, la competencia leal, la creatividad y el respeto a las leyes hacen que algo mejore para cada uno.

19. Esta fe tan uruguaya en que haya otro que nos saque las castañas del fuego –para la ideología, la Historia; para el día a día, los privilegios oscuros, la simulación de virtudes, los grupos en que la mayoría piensa siempre lo mismo que yo, el Estado…- es uno de los componentes tranquilizadores del progresismo, la ideología más tranquilizadora que hemos sido capaces de inventar los uruguayos, luego de sucesivos experimentos. Tan tranquilizadora, que promete al profesor y al estudiante, que la calidad y cantidad de su aprendizaje (es decir: lo que lo podría hacer triunfar o fracasar en la vida) no será importante a la hora de decidir si conserva o no su empleo; que no promete, sino que garantiza, al burócrata oficial, que el Estado sigue siendo centralísimo e importantísimo en el presente y futuro del país; que promete al intelectual que mientras se limite a funcionar en los carriles conocidos y a tratar, una y otra vez, los mismo temas, enfoques ideológicos, y a menudo incluso conclusiones que se vienen proponiendo desde hace muchas décadas, será reconocido por sus colegas y el público, venderá libros, y su cátedra permanecerá para siempre intocados. Lo peor de todo, lo más empobrecedor, es que a los científicos, artesanos, artistas, empresarios, filósofos, religiosos y gente de iniciativa, este Uruguay no tiene mucho que decirles. Resultado: emigración constante de mano de obra y mentes calificadas. Hay, por supuesto, dirigentes políticos que entienden cómo ha cambiado el peso y rol relativo de las ciencias en relación con las Humanidades, pero eso poco y nada logra reflejarse en un sistema educativo en dificultades. Dificultades que son generadas tanto desde dentro del propio sistema, debido al conservadurismo de una parte de su numerosa ala estatal de docentes y funcionarios (que se han opuesto a lo bueno y a lo malo de la reforma de 1995 con la misma fuerza indiferente, y que se opondrán igualmente y para siempre a cualquier otra reforma o cambio real), como desde fuera, por la falta de claridad de las autoridades y los políticos respecto de la necesidad urgente de pasar por encima de esos factores retrógrados y ayudar a todos aquellos docentes y funcionarios que sí quieren mejorar y hacer una educación más sintonizada con el mundo, y que pelean todos los días con talento por hacerlo, pero que carecen completamente de voz, de representación, y de factores que los articulen, organicen, y motiven.

20. Habiendo aceptado esa fe en la Historia, los uruguayos seríamos pues dialécticos hegelianos, la enorme mayoría sin saberlo. Pero lo seríamos, a esta altura ya sin saberlo también, habiendo recibido a Hegel por el lado de Marx y de Lenin. Es decir, seríamos –colectivamente, claro- materialistas en el sentido decimonónico de la palabra. Atrasados ciento cincuenta años, hemos asumido, sin saber bien cómo, que no hay nada por lo que sea seguro actuar, quizá nada por lo que valga la pena moverse o luchar, que no sea material y craso (de ahí el filisteísmo ambiente, y el interés único en el dinero de tantos compatriotas, que aparece apenas se rasca un par de segundos por debajo de la pátina superficial de buenos o mediocres modales); además, y por consecuencia arqueoleninista, será una clase social –la que estaría, de acuerdo con la teoría del progreso que se sostenía en la época de las máquinas a vapor, a la vanguardia no sólo material, sino peor, moral de la humanidad- la que debe privilegiarse y conducir ese proceso hacia un futuro equis, que nadie sabe cuál es. Es obvio que prácticamente nadie es leninista o marxista, o aún hegeliano, de modo explícito en el país. Obviamente que, de modo consciente y explícito, nadie suscribe la visión del párrafo anterior, salvo algunos entre los retrógrados absolutos que dirigen el movimiento social y sindical. Pero precisamente por eso, por ser un fundamento no admitido ni discutido, es que se trata de algo tan importante, y tan nocivo. Es el leninismo fantasma, en el Uruguay, extraña y monstruosamente, la fase superior del batillismo burocratizado. Ese hegelianismo-marxismo-leninismo neblinoso y dado por sentado, olvidado e ignorado, y por todo ello indiscutible, es la fuente de la superioridad moral esencial en la que se ha autocolocado y se autopercibe el progresismo con respecto a todos los que no somos progresistas.

21. Es precisamente este arqueoleninismo, esta creencia en la superioridad esencial de una clase y esta fe en la misión histórica‘de tal clase (por desvencijadas, desleídas y anacrónicas que sean tales creencias a esta altura), la fuente fundamental para la preeminencia imaginaria de lo gremial y sindical en el Uruguay. Hay muchos intelectuales vernáculos que no podrán aceptar esto, pues admitirlo implicaría que están encerrados, en sus discusiones históricas y filosóficas, en una agenda antediluviana. Bien: es eso precisamente lo que ocurre en buena parte del mundo intelectual uruguayo, muchas veces repetidor de modelos y visiones ‘latinoamericanistas’ creadas fuera del continente, y ya en rápido desuso en los centros universitarios norteamericanos o europeos que las inventaron.

22. Es esa creencia en la superioridad esencial de una clase lo que hace desconfiar de antemano de la competencia, del espíritu de empresa, de la iniciativa privada, de la conciliación de las fuerzas en el trabajo y la producción, de la buena fe entre actores sociales que colaboran. Es esa creencia, también, la que al fin hace detestar los signos del progreso y el cambio: todo cambio, en este mundo, incluye la acción desafiante de un sujeto que quiere cambiar algo por sí mismo y a su modo. Única forma de cambiar, pues no existe ningún “cambio cooperativo. Es, así, y por ejemplo, notorio el conservadurismo y el rechazo que muestran los progresistas ante todo proyecto realmente atrevido de innovación arquitectónica y urbana. Montevideo, después de 17 años de gobiernos progresistas, puede mostrar solamente la Torre de Antel –con sus pocos defectos y muchas virtudes, hecha contra la opinión progresista- y alguna peatonal chata y corta. No hay obras en altura, debido a uno de los dogmas del urbanismo vernáculo: debe prohibirse todos y cada uno de los proyectos en altura que la ciudad podría haber desarrollado en los últimos 20 años. La causa de esta adamantina adoración de los 10 pisos –que invoca siempre razones generales cuando lo que hay que discutir son espacios concretos y proyectos específicos- escapa a mi capacidad de comprensión.

23. Los uruguayos progresistas, cuando son alertados respecto de la excesiva sindicalización de nuestro imaginario y de cómo eso paraliza y orienta equivocadamente todas nuestras relaciones sociales, observan que en todos los países hay sindicatos, y que en todos los países estos sindicatos cumplen con la función de luchar por mejoras en las condiciones de trabajo e ingreso de los asalariados. Olvidan observar, al mismo tiempo, que los sindicatos y gremios en el Uruguay, si a veces cumplen esa noble tarea, las más de las veces cumplen otra, subrepticia, que es la de mantener viva en el imaginario la no solo completamente indeseable, sino incluso imposible meta final de la “revolución socialista, antimperialista y latinoamericana. Meta que, aunque ya casi no se la nombra –salvo en los sectores que curiosamente se ha venido a bautizar “radicales- se debería cumplir de acuerdo con los principios de los filósofos y revolucionarios europeos consabidos, a los que se desconoce también (pues es mejor mantener la costumbre de las ideas, y liberarse del patente anacronismo de sus autores). Nuestros intelectuales uruguayo-latinoamericanos no se dan cuenta, al hacer eso, cuán europeizantes y seguidistas de ideas perniciosas son. Hegel, por cierto un genio en su sitio y tiempo, escribió en su Filosofía de la Historia que América no había siquiera entrado aún en la Historia; la ubica por ello en la Prehistoria. La opinión de muchos europeos actuales respecto al continente no es muy distinta, y en ello son seguidos activamente por nuestros delegados locales, que pugnan ansiosamente por impedir la entrada del continente en la historia presente y futura, a base de repetir sus dogmas antiimperialistas. Todo lo anterior, toda la febril actividad mental progresista, se hace en el plano simbólico, a la vez que en el práctico se hace cualquier otra cosa, desde estafar al Estado haciendo como que se trabaja para él, explotar –los progresistas- a sus propios empleados si los tienen, enseñar entusiastamente diversas variantes de relativismo más o menos pos moderno (es decir, ideas que eran de curso hace 25 o 30 años) en la Universidad, o hasta robar a mano armada al prójimo. Los viejos ideales de la izquierda se han esquematizado y oficializado tanto que funcionan con piloto automático. Permiten que todo vaya armónicamente por debajo de ellos. Extraños ideales no vinculantes para las vidas de quienes dicen sostenerlos.

24. Vivir tal doble vida imaginaria agota las energías de cualquiera. La falta de energía mental e intelectual que es tan patente en el Uruguay para el visitante extranjero acostumbrado a respirar otras atmósferas viene probablemente de esa doble vida nacional: estar seguro del propio status quo, estar dispuesto a morir por él, pero fingir que se lo quiere derribar todo por el piso; o al contrario, ser empleado estatal o estudiante público o beneficiario de la seguridad social o del sistema clientelista del Uruguay, y a la vez suponer que se vive en una sociedad y sistema “capitalista”. Todos esos transformistas compatriotas, que son legión, viven en una ilusión de revolución, o en una ilusión de capitalismo. El progresismo puede alimentar su revolucionarismo al sobrevivir en sistemas de referencia cerrados, provistos o por los gremios universitarios, por los sindicatos, o por las más masivas culturas de sistemática oposición, como la del carnaval. Para mantener esa visión “revolucionaria, es preciso creer que se vive en el más salvaje de los capitalismos. Sin tener patrón conocido muchos de nuestros compatriotas, de todos modos saben, de mentas y oídas, que en alguna parte hay una empresa privada, y que esa empresa tiene empleados u obreros cuyo trabajo no está asegurado de por vida. Esos ciudadanos, esos estudiantes, sin sufrir jamás sobre sí mismos la dinámica de competencia y de premios y castigos ligados a la productividad y los resultados, que es inherente a todo sistema capitalista sano, han desarrollado un discurso que es exógeno a la situación existencial en la que viven. Imaginan, desde su profesional poltrona o su carro de basura estatal, desde su estatal tarima de profesores o rayado asiento de alumnos, que trabajan por la solidaridad y para el bienestar futuro del país modelo. Falso. Quienes eso afirman, normalmente carecen de contacto alguno con las condiciones existenciales de la vida contemporánea: no compiten. No pueden perder, y tampoco pueden ganar.

25. Nuestros progresistas-burócratas-estatales no quieren entender ni asumir los cambios reales a nivel global; no han visto que el mundo no está más, pasando el Finisterre del Chuy, compuesto por la empobrecedora dicotomía patrones y obreros, sino por una miríada de agentes vinculados virtualmente de infinidad de formas, cada uno de ellos con sus capacidades y conocimientos, que son más o menos capaces de interactuar. En casi infinitas variantes, tal es la esencia de la nueva sociedad del conocimiento, en la cual es absolutamente central buscar la excelencia en el saber, en la preparación individual para interactuar. Conocer otros idiomas (especialmente inglés, que a los progresistas educativos gustaría eliminar de la enseñanza local), saber informática, educar en disciplinas técnicas para posibilitar salidas laborales inmediatas, entender emocionalmente el mundo de la competencia sin dejarse derrotar por los inevitables reveses, son otras tantas dimensiones de las que la agenda progresista no tiene ni idea.

26. Nuestros compatriotas, atrincherados en su “Uruguay del cambio” (una de las cosas menos cambiante de la tierra), ni siquiera pueden perder. Tienen que apropiarse de derrotas ajenas para construirse una épica. Para decirlo más claro: se trata de ciudadanos que subsisten en una situación en la cual les es imposible perder sus privilegios, por menguados y menesterosos que estos sean; no pueden conocer, pues, lo que significa ser exitosos –es decir, haber cambiado de una situación, a otra, no “un poco mejor, sino que represente una vida completamente nueva, un nivel nuevo y radicalmente mejor y diferente del anterior. Se limitan a sí mismos sus grandes posibilidades de crecer.

27. Hasta aquí algunos problemas del Uruguay y su progresismo. Sin embargo, en un giro inesperado, y como es posible que la vieja y buena dialéctica grecohegeliana aún funcione en el Uruguay, a fuerza de hablar de principios éticos simulados y de hacer uso de una épica

robada (ver el punto 11), estos se convertirán, al menos en alguna medida, en realidad para los progresistas –es decir, para la mayoría decisiva del Uruguay actual.

28. Visto desde este ángulo, el progresismo es acaso un grandioso movimiento pedagógico. Es el medio extraño y digestivo a través del cual los uruguayos, a fuerza de hacer la mímica de nuestros mejores ideales, terminaremos por entenderlos un poco más, por aprenderlos un poco mejor, por practicarlos aunque sea un poquito. Es por esta razón que la legítima desesperación de los antiprogresistas debe encontrar, después de todo, una luz de esperanza. Los “cambios se producirán, quizá, debido al exceso de mentira que encierra el progresismo, mentira con la que ningún progresista individualmente honesto –que son y serán mayoría, como en todas partes- podrá convivir mucho tiempo.

29. Es muy importante el hecho de que este estado de ánimo colectivo de cierre de caminos, de desesperanza, haya encontrado en un empresario como Tabaré Vázquez a su líder. En el fondo, el Uruguay sabe, de alguna manera, que es el camino del self-made-man el que le corresponde transitar. El Uruguay es en esto un liberal en stand-by. Está en stand-by hace ya tantos años, tantas décadas, que parece a punto de olvidarlo todo respecto de su íntima constitución. Sin embargo, a la hora de cambiar, resguarda dos de los tres lugares principales para figuras que, como Vázquez y Astori, están, potencialmente al menos, del lado de la iniciativa individual, el conocimiento y la empresa privada. Estos hombres, en cierto modo providenciales, como todos los hombres con mucho poder lo son, tienen en sus manos, más que otros gobernantes en el pasado, una responsabilidad gigantesca. Cuentan con una masa de seguidores bien intencionada, como todas las masas, pero como todas las masas, hondamente maleable. El escenario local y el internacional permiten opciones que quizá en unos pocos años ya no estén disponibles.

30. El Uruguay, como proyecto independiente con su especificidad local y su diferencia respecto de otras realidades continentales, ha tenido largas dificultades por hacerse entender en el mundo. Hacer entender que el nuestro ha sido un proyecto ligeramente diferente del de los países cercanos y vastamente diferente –no podría haber sido similar- al de países con otras realidades históricas y sociales como Perú, Paraguay, Bolivia o Costa Rica. Estamos en una coyuntura en la cual es importante entender que si queremos integrarnos al mundo con un perfil propio, debemos decirle al mundo que somos más parecidos a Chile y aún a Nueva Zelanda, que a Venezuela o Bolivia. No vamos a ser escuchados o entendidos si no sabemos rechazar la visión asimiladora de Uruguay a lo “latinoamericano, porque si somos “latinoamericanos y lo que tenemos para ofrecer es color local, exotismo, grandes bellezas naturales intocadas, desorden y corrupción (y ninguna de esas cosas tiene particularmente el Uruguay), cualquier capitalista entonces irá a invertir a lugares tan malos supuestamente como nosotros, pero al menos conocidos y, sobre todo, más grandes.

31. De acuerdo a la visión genérica de Latinoamérica que tiene el ciudadano medio en los países europeos y en Estados Unidos, el progresismo y su estética son la forma natural de vida en el actual estado de nuestros países. Es evidente que el hecho de que el progresismo domine en Uruguay (igual que el hecho de que el chavismo domine en Venezuela, pese a las diferencias entre ambos) encanta a los periodistas y a los visitantes extranjeros. ¿Por qué ocurre esto? Porque en la visión esquemática de nuestro continente como otro que han construido los europeos, cualquier forma no ortodoxamente democrática y liberal de gobierno es adecuada a países que ellos perciben, confusamente, como “originales” y a la vez como atrasados en lo social y económico. Esta tendencia a entender a los países latinoamericanos meramente en tanto naciones pobres que necesitan “gobiernos con sensibilidad social para paliar la desigualdad ambiente se ha impuesto desde hace décadas en los medios intelectuales norteamericanos y europeos, cuyos profesores mayoritariamente reclaman para Latinoamérica soluciones que jamás apoyarían para sus propias ciudades y países. De este modo, se obtienen una serie de beneficios secundarios en el campo ideológico: se confirma a muchos europeos su visión de que Latinoamérica es un continente homogéneamente “atrasado” (beneficio secundario: Europa se autoconfirma en su carácter de haber dejado atrás hace tiempo esos problemas). En el caso de Estados Unidos, a esta visión se suma la de dejar a los norteamericanos el beneficio secundario (importantísimo en términos culturales) de percibirse como la única –junto a Canadá- sociedad de trasplante genuinamente “europea de América. Esta visión –compartida de modo ampliamente mayoritario por la intelectualidad del Primer Mundo— es una de las semillas del “latinoamericanismo, una corriente ideológica que surgió con la derrota francesa ante Alemania de 1870 y se extendió primero como panlatinismo y anti-sajonismo en Europa, y que cruzó el océano a comienzos del siglo XX, fuertemente lanzada y ayudada por el discurso de derogación del “materialismo y utilitarismo anglosajones” y la supuesta superioridad “espiritual de lo latino, que está mejor expresado que en ningún otro sitio en el Ariel de nuestro Rodó (también en el desconocido A que se debe la superioridad de los latinos sobre los sajones, de 1900, del uruguayo Victor Arreguine). De entonces hacia acá, pasando por la figura enormemente influyente de Carlos Quijano (fuertemente rodoniano desde su juventud), generaciones de intelectuales uruguayos hemos aprendido el verso de la superioridad y fineza espiritual de lo latino, al que hemos adosado las gruesas épicas continentales que se radicalizaron desde los albores de la revolución cubana. Todo eso es completamente falso. No hay ninguna superioridad de tal tipo.

32. Esa configuración ideológica, característica histórica del intelectual latinoamericano de izquierda clásica, que pone el acento en las pobrezas y carencias continentales desde una óptica victimista y antimperialista, ha sido pues completamente armónica con la visión externa sobre el continente, que ningunea los esfuerzos y los logros de modernidad y liberalismo de las naciones sudamericanas; que considera que la empresa, la iniciativa individual, la excelencia en el conocimiento, son cosas reservadas a sociedades ‘más avanzadas’, y tiene una visión étnicamente flechada y sociológicamente irónica sobre los países del sur. El intelectual latinoamericano clásico y de izquierda, lejos de rebelarse frente a tal visión reductora, es el principal repetidor de tales esquemas condescendientes que los intelectuales del primer mundo han elaborado y aún repiten sobre nuestro continente. El batllismo original que construyó el proyecto uruguayo hace un siglo fue desplazado y despedazado, entre otras razones, por su improbable viabilidad imaginaria en lo internacional y local. Sus enemigos internos (el antiliberalismo de todo tipo, los nacionalismos estrechos y los conservadurismos confesionales) han sido, en uno u otro momento, aliados automáticos de tal visión externa del continente americano como un Otro al que no le era lógico ni legítimo cultivar soluciones políticas en el estilo occidental. El latinoamericanismo y el culto de las minorías de la academia norteamericana armoniza hoy con el indigenismo y los parvos relativismos de imitación vernáculos, como la lógica de imposición de soluciones democráticas clásicas armonizó, en el tiempo de la guerra fría, con la instauración de una dictadura que acabó de destruir la credibilidad simbólica del batllismo y latinoamericanizar (en el sentido preciso del horror y la victimización) al Uruguay.

33. El Uruguay se ha convertido, entonces y para terminar, en una sociedad en donde es sospechosamente cómodo vivir, y en donde, a la vez y por lo mismo, vivir es progresiva y progresistamente un infierno depresivo. La mayor tragedia nacional, la emigración constante y escandalosamente masiva de los más emprendedores, la hemos ido construyendo, una vez que los empleados públicos y la burocracia política y todo su sistema clientelista se empezaron a sentir como en casa en la seguridad sagrada e inviolable de su puesto público, como un espacio virtual en el cual todo el mundo puede seguir igual, con pequeñas variaciones. La condición para ello, y he aquí lo infernal, es que ese fondo de búsqueda individual que hay en cada uno se queja todo el tiempo. He ahí el infierno interior, contracara constante y necesaria de la seguridad y la estabilidad exterior que el Estado oriental ofrece a través de una miríada de medios materiales y simbólicos a sus ciudadanos. Esa es la seguridad y la autoconfirmación que hace falta romper en pedazos, porque romperla es el único reflejo de supervivencia que le queda al Uruguay y a sus gobernantes. Las oportunidades perdidas dejarán cada vez menos espacio de maniobra. Los cambios necesarios van a ser resistidos con todas sus fuerzas por los sindicatos “progresistas, por las culturas anquilosadas de la negación, por todos y cada uno de aquellos que prefieren un bienestar paupérrimo pero seguro antes que un desafío real de cualquier tipo.


[3] Ángel Rama, uno de los padres ideológicos del progresismo sin quererlo ni saberlo, resumió bien el proceso intelectual e ideológico del progresismo –sin llamarlo así—desde su aparición en los cincuenta hasta el comienzo de los años setenta, en un olvidado ensayo que se llama La generación crítica.

[4] Esta afirmación podría estar equivocada; todos tendemos a idealizar algún pasado. En olvidados manuscritos de Herrera y Reissig he leído críticas al clientelismo de Batlle y Ordóñez, escritas alrededor de 1905.